Por: Óscar Aquite
Lyndon Jay Huffington ingresó en un avión de la aerolínea LATAM con destino a San Andrés en el aeropuerto El Dorado de Bogotá. Esta información no debería sorprender si mencionamos que Lyndon se dirigía a la isla de Providencia y que para aterrizar allá la única alternativa que existe es llegar a San Andrés primero, para luego tomar una avioneta o un catamarán hacia aquella isla con forma de tortuga carey donde nació y vivió sus primeros años. El objetivo principal del viaje era visitar a su familia como lo ha hecho regularmente desde que se mudó a la capital del país en febrero de 2010. Lo que sí impactó a Lyndon fue que un vuelo Bogotá-San Andrés, un viernes 21 de marzo de 2020 a las 6 de la tarde, solo tuviera dos pasajeros, él y otro viajero. “Imposible” repitió varias veces Lyndon cuando se halló en esa nave vacía porque San Andrés es uno de los principales destinos turísticos de Colombia. Ese vuelo fue un golpe de realidad para Lyndon: de verdad se encontraba en un avión en medio de una pandemia y se sintió diminuto y vulnerable, con una amenaza latente a la que la Organización Mundial de la Salud bautizó un 11 de febrero como covid-19. Un virus que podría estar cerca y respirarle en la nuca.
“Tú sabes que estás en Providencia cuando sientes el olor de ese lugar de donde eres”. Esta no fue la excepción. Para Lyndon, el momento más bonito cuando uno vuelve a la isla es el recorrido del aeropuerto a la casa: se maravilla nuevamente por los colores intensos de las playas, el relieve inclinado de la isla, le entusiasma ver la casa de una de sus amigas del colegio, la de su tío Adrián, la del abuelo Jon (estas dos últimas son paradas obligadas para saludar a la familia) y las sonrisas de cada una de las personas con las que se atraviesa y que ven en Lyndon a un extraño debido al largo tiempo que lleva sin vivir en la isla. Sin embargo, esta vez hubo muchas diferencias. Fue quizás el viaje más incómodo que ha tenido en su vida debido a que por su propia seguridad su vestimenta incluía un par de guantes, dos tapabocas, gafas y gorra, por si acaso. Los saludos ineludibles no fueron tan cariñosos, de hecho, su madre lo obligó a quitarse la ropa afuera de su casa bajo la mirada de personas que quizás pudieron apreciar la penosa escena. No hubo sonrisas pues fueron reemplazadas por pañoletas y camisetas envueltas de maneras improvisadas alrededor de la cabeza sobre la boca.
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Providencia se convirtió inmediatamente en su destino de aislamiento obligatorio. Ahora él era la amenaza para los locales. Los 775 kilómetros que separan esta isla de la Colombia continental, sumado a sus siete kilómetros de largo por cuatro de ancho, hacen de Providencia un lugar no solo aislado y pequeño, sino tremendamente vulnerable si una enfermedad muy contagiosa llegara y se esparciera por todos los rincones de la isla. El miedo a lo desconocido se tomó rápidamente la isla caribeña.
Como era de esperarse, el mayor temor que tuvo Lyndon cuando llegó a Providencia fue enfermar a su propia familia, en especial a los más adultos. En la televisión se veía cómo en Asia, Europa y Norteamérica el virus arrasaba con ciudades y países enteros afectando sobre todo a la población mayor. A las pocas semanas de que Lyndon llegara a la isla, las noticias de que la covid-19 se apoderaba de lugares como Leticia o Barranquilla ya eran titulares con letra roja y en mayúscula. Como en todo el país, Providencia sufrió la escasez de alimentos y otros recursos, pero para Lyndon allá todos saben lidiar con ello. Los providencianos están acostumbrados a vivir con lo que hay y a abastecerse como se pueda. Lyndon reconoce que cuando el aguacate llega, todos se pelean por tener uno y el que no recibe ninguno, come de lo que encuentre. El problema es que, en una isla como Providencia, que por obvias razones está aislada, no encontrar comida en medio de una pandemia y con fuertes medidas para el ingreso de personas y productos genera inmediatamente angustia. Mientras en Bogotá a las personas les afanaba conseguir tapabocas o alcohol, los isleños vivían con la fuerte incertidumbre de no saber si iban a encontrar productos básicos de la canasta familiar que ya empezaban a estar ausentes en las estanterías de los supermercados.
“Ahí viene. La espera es silenciosa. Pero cuando llegue nos va a ir mal y nos va a llevar a todos”. Lo anterior es un pensamiento que se le viene a Lyndon muy seguido cuando se imagina al virus llegando a su isla. Esto no es gratis. Primero que todo, Providencia es otro municipio del país con un grave problema en el sistema de salud. Lyndon confiesa que si alguien tiene un accidente o enferma solamente hay tres alternativas y en todas debes ir a la isla de San Andrés: puedes tomar el avión-ambulancia, la aeronave de la Fuerza Aérea Colombiana (si tienes buena suerte) o una lancha rápida. En el caso de necesitar un traslado urgente entre las 8 de la mañana y las 6 de la tarde puedes acceder a alguna de las dos primeras opciones. Si la urgencia no se da a esas horas debes tomar entonces la lancha rápida, por la noche y por cuatro horas a la deriva. La crisis de salud ha hecho que el número de personas nacidas en Providencia sea cada vez menor debido a que los equipos de parto solamente se encuentran en la isla de San Andrés. El año pasado el índice de nacimientos en Providencia fue cero. Lyndon cuenta que hoy Providencia le da la bienvenida a tres nuevos hijos nacidos en su tierra, gracias a que las autoridades de la isla no permiten que nadie salga o entre fácilmente.
Lyndon, por supuesto, no es el único que le tiene miedo a perder un ser querido o algún conocido, pero tampoco sería el único que tendría que afrontar una situación en la que ve desaparecer a otros bajo la mirada de todos. Con mucha honestidad, Lyndon recuerda a todos los que el mar se ha “robado”, es decir, aquellos isleños que el narcotráfico ha arrebatado a sus familias. Si bien este flagelo perjudica a todo el país, en el archipiélago de San Andrés y Providencia hay otros matices. Las rutas del narcotráfico requieren de expertos navegantes que conozcan muy bien el mar Caribe y que puedan relacionarse fácilmente con los habitantes de toda la cuenca. Por su ubicación, Providencia se encuentra atravesada por estos caminos ilegales haciendo que aquellos que resulten involucrados en este tipo de negocios pueda encontrar en las cárceles de Centroamérica el lugar en donde pasarían el resto de sus vidas, o en el peor de los casos, terminen ahogados en medio de la nada. Y es que en 18 años han desaparecido más de 700 jóvenes de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Esta tragedia, que para algunos puede representar un tabú, ha hecho que muchas familias despidan a sus hijos para nunca más volverlos a ver, justo como se ve en las noticias cuando los más enfermos por covid-19 son dispuestos en una cama UCI y, bajo estrictos protocolos de bioseguridad, no tienen la oportunidad de despedirse de sus familiares antes de morir.
La incertidumbre vuelve a tomarse la isla cuando se habla del futuro. De cómo sobrevivirán cuando termine la peste. Tras seis meses sin recibir un solo turista, las calles de Providencia se preguntan qué ocurrirá con la economía local. A Lyndon le preocupa esto debido a que su padre, el señor Lyndon, de piel clarita, de 1.75 de estatura, medio chino, medio inglés, tiene unas posadas nativas que son unos alojamientos de tipo tradicional que ofrece a turistas. Pese a que parte de su economía se basa en la renta de estos espacios, su posición es firme como la de la mayoría, como dice Lyndon. Ningún pescador, gremio hotelero, lanchero u oficina de servicios turísticos quiere que el aeropuerto de Providencia se preste para un piloto de reactivación porque saben que eso sí sería una catástrofe. Esta medida que está acompañada de otras como el uso obligatorio de tapabocas, la prohibición de aglomeraciones, el impedimento del uso del catamarán y el cierre total de las playas hace pensar que sus calles estén desiertas. Sin embargo, esto no es así, como afirma Lyndon. Para él, el estilo de vida que propone esta nueva normalidad no es compatible con la cultura de los isleños, a quienes les gusta estar reunidos con sus familiares y amistades. De manera que es común hoy en día ver cómo en las tiendas de barrio se atiborran los isleños a quienes les venden de manera ilegal alcohol para embriagarse. Lyndon confiesa que para todos ha sido imposible anular el saludo de beso, sin embargo, le preocupa más que para algunos el uso del tapabocas todavía no es un hábito.
También le inquieta que se haya anunciado que el presupuesto para el municipio se vea afectado y los despidos masivos se empiecen a registrar. Dos mil personas de una isla de cinco mil habitantes son empleados públicos como su madre, Gloria Susana, una mujer negra de 1.70 de estatura, con raíces indígenas de las Islas Caimán, que es la coordinadora educativa del SENA en Providencia. Lyndon recuerda cuando el municipio entró en la Ley 100 de 1993, porque “se robaron la plata de la alcaldía con la corrupción y dejaron de pagar los sueldos de quienes trabajaban allí quebrando a toda la isla. Piénsalo: si no dependes económicamente del turismo, dependes del dinero público”. En una isla que funciona con un sistema en el que todos se fían entre sí, Lyndon cree que tras la pandemia todos estarán quebrados, pero sobre todo endeudados. Por eso la familia de Lyndon hizo que parte del jardín de su casa se convirtiera en un huerto, aunque quizás la gente piense que era solo un proyecto familiar sin ningún propósito en específico más que ocio.
Lyndon, por supuesto, no es el único que le tiene miedo a perder un ser querido o algún conocido, pero tampoco sería el único que tendría que afrontar una situación en la que ve desaparecer a otros bajo la mirada de todos. Con mucha honestidad, Lyndon recuerda a todos los que el mar se ha “robado”, es decir, aquellos isleños que el narcotráfico ha arrebatado a sus familias. Si bien este flagelo perjudica a todo el país, en el archipiélago de San Andrés y Providencia hay otros matices. Las rutas del narcotráfico requieren de expertos navegantes que conozcan muy bien el mar Caribe y que puedan relacionarse fácilmente con los habitantes de toda la cuenca. Por su ubicación, Providencia se encuentra atravesada por estos caminos ilegales haciendo que aquellos que resulten involucrados en este tipo de negocios pueda encontrar en las cárceles de Centroamérica el lugar en donde pasarían el resto de sus vidas, o en el peor de los casos, terminen ahogados en medio de la nada. Y es que en 18 años han desaparecido más de 700 jóvenes de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Esta tragedia, que para algunos puede representar un tabú, ha hecho que muchas familias despidan a sus hijos para nunca más volverlos a ver, justo como se ve en las noticias cuando los más enfermos por covid-19 son dispuestos en una cama UCI y, bajo estrictos protocolos de bioseguridad, no tienen la oportunidad de despedirse de sus familiares antes de morir.
La incertidumbre vuelve a tomarse la isla cuando se habla del futuro. De cómo sobrevivirán cuando termine la peste. Tras seis meses sin recibir un solo turista, las calles de Providencia se preguntan qué ocurrirá con la economía local. A Lyndon le preocupa esto debido a que su padre, el señor Lyndon, de piel clarita, de 1.75 de estatura, medio chino, medio inglés, tiene unas posadas nativas que son unos alojamientos de tipo tradicional que ofrece a turistas. Pese a que parte de su economía se basa en la renta de estos espacios, su posición es firme como la de la mayoría, como dice Lyndon. Ningún pescador, gremio hotelero, lanchero u oficina de servicios turísticos quiere que el aeropuerto de Providencia se preste para un piloto de reactivación porque saben que eso sí sería una catástrofe. Esta medida que está acompañada de otras como el uso obligatorio de tapabocas, la prohibición de aglomeraciones, el impedimento del uso del catamarán y el cierre total de las playas hace pensar que sus calles estén desiertas. Sin embargo, esto no es así, como afirma Lyndon. Para él, el estilo de vida que propone esta nueva normalidad no es compatible con la cultura de los isleños, a quienes les gusta estar reunidos con sus familiares y amistades. De manera que es común hoy en día ver cómo en las tiendas de barrio se atiborran los isleños a quienes les venden de manera ilegal alcohol para embriagarse. Lyndon confiesa que para todos ha sido imposible anular el saludo de beso, sin embargo, le preocupa más que para algunos el uso del tapabocas todavía no es un hábito.
También le inquieta que se haya anunciado que el presupuesto para el municipio se vea afectado y los despidos masivos se empiecen a registrar. Dos mil personas de una isla de cinco mil habitantes son empleados públicos como su madre, Gloria Susana, una mujer negra de 1.70 de estatura, con raíces indígenas de las Islas Caimán, que es la coordinadora educativa del SENA en Providencia. Lyndon recuerda cuando el municipio entró en la Ley 100 de 1993, porque “se robaron la plata de la alcaldía con la corrupción y dejaron de pagar los sueldos de quienes trabajaban allí quebrando a toda la isla. Piénsalo: si no dependes económicamente del turismo, dependes del dinero público”. En una isla que funciona con un sistema en el que todos se fían entre sí, Lyndon cree que tras la pandemia todos estarán quebrados, pero sobre todo endeudados. Por eso la familia de Lyndon hizo que parte del jardín de su casa se convirtiera en un huerto, aunque quizás la gente piense que era solo un proyecto familiar sin ningún propósito en específico más que ocio.
Lyndon tiene miedo a lo que pueda pasar con su familia y su isla cuando regrese a Bogotá a lidiar con la nueva realidad que entró a funcionar a partir del jueves 27 de agosto. Sin embargo, en un ataque de optimismo, afirma que en Providencia “no hay pandemia que espante a nadie”. Lyndon es raizal y después de seis meses de vivir el encierro en la isla ya se está sintiendo en casa. La cuarentena ha amenazado con parte de los elementos identitarios de los raizales, por ejemplo, nadie en este 2020 pudo celebrar ni el Carnaval que se realiza en junio, ni el desfile del 20 de julio que es todo un acontecimiento en la isla. Lyndon tampoco pudo asistir al fallecimiento de su vecina que es como una tía más, “porque no es ninguna sorpresa descubrir que tu mejor amigo es un familiar en Providencia”.
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Entre cuatro paredes, Lyndon continúa su trabajo que hace desde la distancia y tiene que comprar planes de internet con todos los operadores en caso de que haya problemas durante una reunión de trabajo con una de las líneas, algo que es muy común debido a la deficiente cobertura con la que cuenta la isla. Cuando no está trabajando o escribiéndose con sus contactos de Colombia continental, revela que revisa las redes sociales y esto se ha convertido en un pasatiempo. Los isleños están más activos que nunca. La página de Facebook de la alcaldía del municipio de Providencia y Santa Catalina se convirtió en un foro virtual en el que se debate si deben o no abrir las iglesias católicas y protestantes y se critican las decisiones durante la pandemia, pero también en el lugar donde se encuentran amigos y familiares para abordar temas que nada tienen que ver con la alcaldía. De hecho, en la isla hay una chica, a la que llaman Sugey, que creó desde su Facebook personal un espacio en el que ofrece sus servicios como la más famosa publicista de Providencia. Allí ella comparte emprendimientos, realiza reinados virtuales, organiza ventas de comida para ayudar a personas que estén en trámites médicos o anuncia que se encontraron unos zapatos en la calle por el centro y dónde se deben reclamar. También es el espacio donde la gente cuenta sus historias y se empiezan a conocer, a entablar nuevas amistades y a descubrir el lado más solidario de los isleños durante la pandemia. Historias que, junto al ritmo cadencioso de calypsos y mentos y la necesidad de reunirse para tomar buchy o whiskey, hacen parte fundamental de lo que hace a un raizal, un verdadero raizal. Hoy los isleños vuelven a reconocer a Lyndon como un isleño, uno más blanco de lo normal, y ven en él una esperanza para la isla cuando le preguntan si no le gustaría en un futuro entregar su experiencia y conocimiento como abogado al archipiélago y convertirse en el alcalde de Providencia y Santa Catalina.
El viernes 11 de septiembre de 2020 el alcalde de Providencia y Santa Catalina, Jorge Gari Hooker, confirmó que el municipio ya cuenta con siete casos confirmados de los cuales cinco ya se encuentran recuperados, pero Lyndon solo desea disfrutar de las playas de Providencia, como cuando era un niño de siete años. Sus ganas de jugar con las estrellas marinas y peces de colores en compañía de su hermana y sus sobrinos confrontan ahora a las prohibiciones de su infancia cuando le permitían acercarse a las olas únicamente los domingos. Lyndon quiere ir a la playa todo el tiempo porque ese es el momento en el que comparte con su familia y sus amigos. Sus recuerdos evocan aquellos años en los que los jóvenes se enfrentan con dos realidades cuando fijan su mirada en ese firmamento que está dividido entre un cielo azul y un mar aún más azul: irse de la isla, sobrepasar la barrera coralina y enfrentar el miedo de vivir en un lugar mucho más inmenso que esos 17 kilómetros cuadrados que tiene Providencia, o, vivir con el miedo de quedarse en la isla truncando unos sueños que quizás no se han descubierto. Lyndon se hace muchas preguntas todavía y vive en un momento de gran incertidumbre, pero ahora quiere aprovechar en medio del aislamiento a su familia, antes de volver a tomar un avión con destino a Bogotá. El aeropuerto sigue cerrado y él no tiene prisa.
El viernes 11 de septiembre de 2020 el alcalde de Providencia y Santa Catalina, Jorge Gari Hooker, confirmó que el municipio ya cuenta con siete casos confirmados de los cuales cinco ya se encuentran recuperados, pero Lyndon solo desea disfrutar de las playas de Providencia, como cuando era un niño de siete años. Sus ganas de jugar con las estrellas marinas y peces de colores en compañía de su hermana y sus sobrinos confrontan ahora a las prohibiciones de su infancia cuando le permitían acercarse a las olas únicamente los domingos. Lyndon quiere ir a la playa todo el tiempo porque ese es el momento en el que comparte con su familia y sus amigos. Sus recuerdos evocan aquellos años en los que los jóvenes se enfrentan con dos realidades cuando fijan su mirada en ese firmamento que está dividido entre un cielo azul y un mar aún más azul: irse de la isla, sobrepasar la barrera coralina y enfrentar el miedo de vivir en un lugar mucho más inmenso que esos 17 kilómetros cuadrados que tiene Providencia, o, vivir con el miedo de quedarse en la isla truncando unos sueños que quizás no se han descubierto. Lyndon se hace muchas preguntas todavía y vive en un momento de gran incertidumbre, pero ahora quiere aprovechar en medio del aislamiento a su familia, antes de volver a tomar un avión con destino a Bogotá. El aeropuerto sigue cerrado y él no tiene prisa.